
11:30 de la noche. Es tarde. Acabo de apagar el ordenador. Estoy cansado y siento calor. No se si realmente hace calor, o es ocasionado por las casi 2 copas de vino francés que bebí -por haber ingerido grasas, claro está-. Aunque mi consumo de alcohol no es justificado, sería más sincero aceptar el buen gusto que tengo por los vinos.
Llego a mi habitación. Sudo. Me seco. Me quito el polo, lo tiro al piso. Pateo los zapatos y las medias que me acabo de sacar. Estoy descalzo y el piso caliente. Llego a mi ventana, la dejo abierta. Me cambio los pantalones por un comodísimo short de algodón. Prendo la televisión. Mi madre entra. Se sienta a mi lado, ¡cierra la ventana! -exclama-. Hace calor -respondo-. Ciérrala entrarán zancudos -sabe que no me gustan, y que sería capaz de utilizar todo el insecticida con tal de dormir tranquilo-. Le hago caso. Se va.
Me lavo. El calor esta insoportable o serán las casi 2 copas de vino que ingerí. Apago la luz. Empujo la cama hasta dejarla pegada a la pared. Encuentro 50 soles que felizmente la aspiradora no se tragó. Me acuesto, busco el frió de la pared. Estoy cómodo los primeros 10 minutos. Mi temperatura calienta la pared tanto que no soporto seguir pegado a ella.
Me levanto. Abro el caño, me mojo, estoy más fresco. Vuelvo a mi habitación, está caliente. Recuerdo que tengo un ventilador pequeño guardado en el armario. Lo enciendo, me equivoco, era calefactor. El cuarto quema más.
Dejo las sabanas a un lado, me acuesto. Sigo viendo tv. Sigo sudando. Sigo con el vino en la sangre, que seguramente es el que me provoca este bochorno, que aunque no placentero para mi cuerpo, pero si para mi paladar.
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